Hay quien afirma que al morir veremos pasar, en unos minutos, la película de nuestra vida: cada gesto, cada palabra pronunciada o silenciada, cada uno de nuestros actos sobre la tierra, se proyectará en el teatro de nuestra psique en una última función donde, igual que en los sueños, seremos a la vez, director, actor y espectador.A veces pienso que así como a otro le basta interrogar un espejo para saber quien es, yo busco mi reflejo en la escritura. Concebir una trama, dar a luz unos personajes, escucharlos atentamente tratando en lo posible de no interferir para saber que les ocurre, de donde vienen, hacia donde van; me ayuda, me revela una actitud que quizá nunca advertí y desnuda poco a poco, en definitiva, la manera particular en la que, conciente o inconcientemente, elijo ver el mundo y lo que me pasa. Creo que así como un padre se revela a través de sus hijos, un escritor lo hace a partir de lo que escribe.
Por otro lado, diría además que en mi caso, escribo para salvarme, porque como Sherezada creo en el poder de la palabra. Escribir para mi es como encender una lámpara en un cuarto en penumbras. Cuando cierro un poema me lleno de entusiasmo y puedo disfrutar más de las pequeñas cosas. Se renueva mi ilusión y experimento unas tremendas ganas de vivir y tener nuevas experiencias que luego, indefectiblemente, acabaran siendo material de nuevas ficciones. Resumiendo, la cuestión se reduce a una suerte de extraña circularidad que consistiría en: vivir para escribir y escribir para vivir.
Cuentan que los magos del mundo antiguo, antes de iniciar cualquiera de sus curiosas operaciones, dibujaban un círculo protector contra las poderosísimas fuerzas que iban a invocar. La escritura para mi es una rara mezcla de magia y alquimia. Un poeta es su propia piedra filosofal, un prestidigitador de las palabras. En su alma, se tensan, se baten, se anudan y desatan las potencias que lo habitan. Su escritura es a un mismo tiempo resultado de su magia y circulo protector. Allí, en el poema, hallamos los lectores el registro minucioso de sus luchas, sus éxitos, sus fracasos y de su comunión con dioses, ángeles y dragones; su descenso al inframundo y su ascenso a las altas esferas. Todo está allí latiendo en esa verdad desnuda y conmovedora de los versos.
Por eso un poema es a la vez, a su modo, todos los demás (como una mujer es todas las mujeres o un hombre todos los hombres) y por eso se me ocurre que el lector que lo busca, lo encontrará tarde o temprano, pero no como algo externo sino como reflejo de su propio poema interior. La poesía, se me antoja, es entonces el misterioso encuentro de ese verso secreto, innominado, silencioso de un lector, y este otro que alguien capturo en una palabra que sana. Lector y escritor, de este modo, no son para mi sino dos caras de una moneda que brilla bajo la lluvia.
No pocas veces me pasa cuando escribo que no encuentro las palabras porque lo que quiero expresar está más allá del lenguaje. Supongo que es esta impotencia lo que me mueve a desafiar el idioma y violentarlo. “Un poema es un milagro”, me dijo una vez un loco en el subte mientras ofrecía los suyos en estación Malabia. No se me escapa que el poema ideal nunca se alcanza ni que el día que lo escriba más me valdría caer fulminado por un rayo porque ya nada quedaría por hacer. Todo lo que escribí, lo que escribo y lo que escribiré, no son sino solo una serie de pobres borradores, ensayos imperfectos, intentos infructuosos pero inflexibles por componer ese esquivo poema ideal que como el horizonte nos plantea aquella paradoja de la cercana lejanía.
Lao Tse declaró hace siglos que en cualquier ejemplar del I Ching mora un ser fabuloso dispuesto a responder todas las preguntas de los hombres con solo arrojar tres monedas al aire. Yo quisiera saber si ese ser inmortal y omnisciente que para mi tiene la forma de un gran dragón es el mismo que subyace bajo la forma de cualquier otro objeto del mundo (por ejemplo en las rugosidades de una hoja que cae de un árbol o en el reflejo de la luna sobre el río o en la boca pintada de una mujer que se mira en le espejo) y también si ese ser incesante no es acaso lo único que existe.
Tal vez un día parta de esta isla que para los cabalistas es Malkuth y regrese a mi patria celeste, pero le daré mis versos. Acaso simule un olvido y los ofrezca aquí en esta mesa de café en la calle Dublín o los oculte en un zaguan en la esquina de Londres y Copenhague (en Parque Chas) o los arroje como una botella al mar, quien sabe. Pero es mi deber, supongo, advertir a quien los recoja (a vos hipotético lector) que cruzar una puerta, doblar una calle, o leer un poema, nunca es un acto banal.