Textos y Contextos

domingo, 1 de marzo de 2009

El poder de la literatura





Para Nabokov existen tres tipos de lectores: Está el que se identifica con los deseos y pesares del protagonista de un relato, está el que busca a lo largo de las paginas una enseñanza o una moraleja y está por último el que es capaz de vibrar en sintonía con el autor y seguir, línea por línea, cada una de las dificultades que tuvo que sortear para componer el libro.

A lo largo de mi vida creo que he pasado por diferentes maneras de leer. Me he identificado con Tom Sawyer, he peregrinado por las páginas de Demian y del Lobo Estepario en busca de alguna sentencia salvadora y he disfrutado no pocos poemas de Borges o de Whitman.

Uno de los primeros libros que me revelaron el placer de la lectura fue sin duda Las Aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain. Mis padres se acababan de mudar a una casa en las afueras de Lanus Oeste. Por problemas económicos, debimos vender hasta el televisor. Recuerdo la tarde en que mi mamá me llevo a una librería en una galería del centro, cerca de la estación del ferrocarril. El dueño, un hombre viejo de lentes, sacó con avidez aquellos libros descabalados, que habíamos llevado en una gran caja. Los miro uno por uno, separó, sin decir palabra unos pocos, y los apilo sobre el escritorio. Guardó el resto en la caja y mirando a mi mamá por encima de los gruesos lentes le indicó el valor por el que podíamos llevar otros nuevos. Ella me tomo de la mano y fuimos hasta el fondo del local donde estaban los libros para chicos. Tomó cuatro o cinco volúmenes de los que solo recuerdo el de Twain y uno de Stevenson.

Durante casi un año no hubo televisión en mi casa pero aquellos libros y otros tantos que fui a buscar a lo del viejo librero nos sirvieron a mí y a mis hermanos para despertar nuestra imaginación y jugar a que armábamos una balsa o partíamos en busca de un tesoro.

Luego volvimos a comprar un televisor nuevo y nos mudamos a Mar del Plata. Un día antes de aquel viaje pase por la librería y me despedí del viejo. “Tome muchacho, este se lo regalo”, me dijo y me dio una versión infantil de Las Mil y Una Noches y además unas palabras de lo que para el era una librería, que jamás olvide.

Han pasado los años. No he dejado de leer cuantos libros he podido. En mi humilde biblioteca aun guardo aquellos viejos ejemplares que me canjeo don Antonio. A veces, agarro el de Las Mil y Una Noches y lo froto en secreto como si en el hubiera un genio capaz de conceder deseos. “Una librería es un gabinete mágico donde moran encerrados innumerables espíritus”, me revelo el viejo librero cuando nos despedimos.


Julio Cesar Recloux

El nombre verdadero



Los que refieren el mito cuentan que el hecho ocurrió en una clínica de Ituzaingo, en la provincia de Buenas Aires, cuatro años después del fin de la Era del Pez.
Millones de fieles bajo la lluvia, venidos en procesión de todos los rincones del orbe, encienden velas en un improvisado santuario. Aguardan. Mientras tanto, dentro de la clínica, un mortal interroga de pie un espejo brumoso que poco a poco parece disolverse. Una puerta, que al abrirse enceguece con el resplandor que precede a las experiencias que no son de este mundo, recorta la lenta planicie de vidrio.
La mano del mortal atraviesa el cristal que cede como la niebla. Avanza vacilante entre el vértigo y el asombro; cruza el mágico umbral.
Una luz brilla al final del oscuro túnel. Oye, o cree oír, un clamor a lo lejos. Una voz advierte:

“Debes recobrar tu nombre verdadero. En él hallaran respuesta todas tus preguntas. No renuncies a esta búsqueda porque si lo haces caerá sobre ti no una sino todas las desgracias”

A medida que avanza hacia la luz el clamor se hace más y más nítido. Siente que de ningún modo esto es un sueño, o advierte, tal vez, que los sueños son las hebras con las que Dios trama el universo.
Y sale del túnel. No son miles, son millones de voces que claman atronadoras haciendo retumbar la arena en el coliseo:

Dom... Doma... Domar... DomaraDomaraDomaraDomaraDo...

Venido hasta el centro de la arena bajo ese aliento ensordecedor, infla el pecho, le hace frente a la lluvia de flores, a los gritos, a los aplausos. El coliseo, con sed de sacrificio, contempla a su dios que ahora alza los brazos. La multitud explota.
La voz del espejo vuelve a hablar:

“¡Rompe el encantamiento! ¡Sal del circulo mágico!”

Maradona está encerrado dentro de un aciago círculo de cal. No puede moverse. Siente que se asfixia. El Coliseo ruge. En eso alguien declara:

“¡Finite encantateum!”

Y esas palabras resuenan como dentro de una caverna; y desaparece el coliseo, y el clamor, y los aplausos.
“Somos transitorios...” sentencia su libertador, un pibe con la cara sucia, vestido con la camiseta de los cebollitas que con modesta magia, abre una brecha en el circulo encantado.
Ahora reina el más absoluto silencio. Las luces ceden a la limpia dentellada de las sombras. Una mata empujada por el viento rueda entre los dos en un suburbio de buenos aires. El pibe hace jueguito con una pelota maltrecha, mi sueño es jugar un mundial y salir campeón... repite como si rezara. Como las paginas de un libro inefable, Maradona, ve pasar su vida delante de sus ojos. Como todos los hombres, tal vez, ha olvidado quien es. Con lágrimas en los ojos pregunta casi sin voz, che pibe, ¿quién sos?, sobre un silencio de luciérnagas el pibe deja de hacer jueguito. Lo mira y responde:

-Soy el que era...


Julio César Recloux


Del libro "Cuentos al oído de Buenos Aires"



*****

El nombre verdadero pretende ser un relato de indole fantástica. Maradona, el inefable heroe argentino, atraviesa un espejo que lo jala a un breve pero intenso recorrido que lo llevará a encontrarse con el pibe que fue. ¿Fue o es? El tiempo es algo extraño, como un molusco se expande o se contrae. EL misterio de ser no tiene fin. El protagonista es Maradona, pero su búsqueda nos atañe a todos los hombres.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Tangodromo



Es curioso como, a veces, tenemos la secreta sensación de que ciertos hechos, ocurren solo para que alguien los revele algún día, como quien saca a relucir una daga bajo la lluvia en una esquina rosada. De todas las historias que en mi adolescencia le escuche a Kid Moreno, en el Derby sobre el Tangodromo, ninguna me conmovió tanto como aquella que sellaría su suerte como futuro campeón de los plumas:

"Por aquel entonces aun no era Kid Moreno. Mi nombre era Juan Rubio; pero quizás no era naides. Que servia al Oriental en el Tangodromo haría año y pico. Tiempo suficiente pa’ saber que era un rufián y que su rival, el Polaco, se la tenia jurada por haberle birlado a la Maldonado. Ese día, temprano, dos de los suyos vinieron a verme a Burela, pa’ pedirme que fuera a hablar con el juez. Dos cosas me anoticié: Dorita tendría un hijo… y yo no sería el padre:
-Vea Juancito, el Polaco lo aprecia... le han llegado las mentas de que uste’ es bueno con los puños y le entristece que cada noche se desperdicie peleando por unas monedas en el Tangodromo pa’ divertir a esos pitucos. Supone que usted no ignora que tiene gente amiga en el Luna... él podría hablarles de uste’ pa’ que tenga una chance con el “Cocuzza” Bruno, ¿entiende? - me dijo el del bigote ralo con los dedos inquietos recorriendo el ala del sombrero antes de dar media vuelta.
Yo era uno más en el Tangodromo. Como todos, al Oriental, lo admiraba. No menos de tres veces, creo, lo vi sacar el cuchillo. Aquella noche, luego de tres rounds en el ring improvisado antes de la milonga, el azar quiso que fuera testigo de una puñalada. La Dorita no conocía el Tangodromo; esa noche la traje pa’ que me vea boxear. Detrás de la pista, a lo largo de un estrecho pasillo, se iba a las piezas de las mujeres. A Dorita la deje en la mesa deleitándose con la orquesta y el bullicio, tomando una naranjada. Ni el rumor de la cumparsita, ni el de los bailarines sobre el piso lustroso, me impidieron oír los gritos y los golpes cuando pase frente a lo de la Maldonado. La puerta se entreabrió de golpe, ¿una racha de viento?, ¿una mueca de la suerte?; la cosa que mi mirada y la del Oriental se encontraron; impávido, envainó el cuchillo. La Maldonado yacía desparramada en el piso, "no se quede ahí parado pendejo; raje a traer al Gordo", me gritó.
Nunca supe quien le contó al polaco que yo había visto algo. Unas pocas semanas después, vinieron a verme aquellos hombres, y sabría que esa noche el Gordo cargo a la Maldonado en el automóvil del jefe, condujo hasta el puente la noria, y la despacho al riachuelo. Pero esa noche rara no había terminado. Una hora después, fatigado de tanto baile, perplejo, mientras hacia un alto en la huella y apuraba una caña, vi venir al Oriental. Cruzó la pista después de palmear al Gordo que regresó de puente la noria y me pidió a la Dorita pa’l baile, ¿asi que usted es el Juancito?, linda la piba che. Vaya nomás, ella se queda conmigo, me dijo el maula; y agregó seco enseguida: “de eso que pasó hoy... uste’ no vio nada, ¿tamos?”; yo enmudecí. Fue la única noche que me dirigió la palabra. Al tiempo, cuando vinieron los milicos, cerraron el Tangodromo y se lo llevaron preso por homicidio, en la calle, antes de subir al coche, escoltado por dos vigilantes, me busco; escupió el empedrado y no me saco los ojos de encima. Nunca más nos volveríamos a ver.

Después me cambie el nombre, me hice boxeador de verdad, y una noche, luego de noquear al Cocuzza en el Luna y obtener la corona de los plumas, en medio de una farra en un almacén de la calle Rincón, después que alguien brindó por el nuevo campeón, reconocí al Gordo en la voz aguardentosa del que gritó en la penumbra del boliche: "viva Kid Moreno, el que vendió al Oriental... ¿eh?, Juan”, ahí nomás la muchachada abrió cancha; y pronto estuvimos frente a frente, solos, a merced del odio de los cuchillos.
-¿Un campeonato valía tu traición Juan? – me increpó.
-Fueron estos puños los que voltearon al Cocuzza. Yo solo dije la verdad…
-¿Qué verdad Juan? – la diestra del Gordo ensayó un amague.
- Alguien que alza el cuchillo frente a una hembra o se la roba a uno de los suyos, no merece mi silencio–le respondí antes de la primera arremetida. Unas pocas fintas, algún que otro esquive afortunado, acaso un descuido y el Gordo fue a parar de jeta al suelo, antes de espichar balbuceo:

-Te usaron Juan… el Polaco necesitaba sacarnos del negocio y te usó.
-Si el oriental está guardado será que se hizo justicia
-El Oriental está muerto Juan. Una faca lo apuñaló está mañana por la espalda. La Maldonado fue un títere del Polaco; ella sola se quitó la vida; no se con que cuentos te fueron esos, pero te mintieron; Dorita nunca quiso saber nada con el Oriental.
Al oír las revelaciones del Gordo me sentí un chanbon. Antes del amanecer fui a ver a la Dorita; tuve que esperar años pa’ que me perdonara… nunca le había creído. Al final nos casamos; le jure amor eterno. Otros tres hijos más me dió. Supe que la Alma era hermosa y tenía mi facha. Dora me conto que pa’ que no anden diciendo se la dio a la Doña Natalia pa’ que la crie. No supo que yo era el padre sino hasta que se hizo mujer. Un día me llego que se había casado y tuvo un varón. Cuando cumplió cinco añitos, una tarde junte coraje, y me les aparecí. Se quedó dura cuando me vio… ¡Pucha que se han ido los años!, pienso en Dora, en mis hijos, en ese dibujo incierto que han trazado mis pasos sobre la tierra; quien sabe si habrá servido pa’ alguna cosa; la vida es tan misteriosa. La noche que despache al Gordo allá en el almacén, cuando cerré los ojos del cadáver se me vinieron esos dos o tres estiletazos que no me habían querido herir. Vuelta a vuelta me viene ese recuerdo, el de mi único entrevero, y vuelvo a sentir, azorado, como entonces los refilones de la muerte. Solo Dios sabe nuestro destino. Vaya a saber cuantas cosas habrán tenido que pasar pa’ que esa noche brusca, en la penumbra de un almacén de la calle Rincón, mi cuchillo y la carne del Gordo se hayan tenido que encontrar. A veces pienso que es la inconciencia la que nos hace temerarios... Prométame una sola cosa: pase lo que pase en la vida nunca me pierda el asombro. Aun conservo aquel cuchillo ¿sabe?, le prometo que algún día será de uste’, como el de Fierro, le dará el alma de un valiente”

A fines del 78’, una madrugada, sonó el teléfono en mi casa de la calle Angel Gallardo. Una luna oscura, recortada entre nubes, y la brisa meciendo las cortinas en mi cuarto silencioso me lo auguraron: Kid Moreno había muerto. Doña Dora llamó para dar la noticia. La voz ahogada en llanto de mi madre y el discreto ajetreo de sus pasos en el otro cuarto se quedarían conmigo el resto de la noche. Al otro día, bajo un cielo tormentoso, fuimos al entierro. Después, mientras bajábamos las escalinatas del subte en Chacarita Doña Dora me comento que unos días antes del fallecimiento de Kid Moreno, oculto en el armario del cuarto de los cueros de la casa de Altolaguirre, en Villa Urquiza, había encontrado algo que según ella yo debía conservar: “toma Julito, esto es para vos…”, me dijo solemne cuando nos despedimos. El envoltorio contenía un ejemplar del Martín Fierro en una edición prodigiosa, enorme, con tapas de cuero aterciopelado. El libro estaba ahuecado deliberadamente. Una concavidad construida con forma acorazonada guardaba gruesos papeles, que alguna vez fueron blancos, con poemas que Kid Moreno había dedicado a Dorita. Debajo de los poemas, tal como me lo prometió, halle el cuchillo. No pude evitar empuñarlo. Un sentimiento extraño, poderoso, me sobrecogió... supe que todas aquellas historias sobre el Tangodromo que le había escuchado a mi abuelo en el Dervy estaban vivas, latiendo en esa verdad filosa, desnuda, misteriosa, del acero. Lo admire en silencio; amase su empuñadura hecha de asta de ciervo. Se me antojo que aquella tarde benefactora que me devolvió a mi abuelo ocurrió, tan solo, para que se articulara una trama:
Mamá fregaba el patio en Angel Gallardo. El ruido del agua y la escoba a contrapelo de las baldosas, supongo, le impidieron oír que alguien llamaba a la puerta. Cuando abrí no me sorprendió ver a ese hombre, que ya era viejo, quitarse el sombrero para saludarme: “así que usted es el Julito César”, me sonrió. Yo había visto esa sonrisa en una foto. Mama la acuñaba en un cajón de la mesa de luz junto a unos recortes de diario donde un boxeador alzaba sus puños al cielo. La voz de sombra de mi abuelo hizo venir a mi vieja que enmudeció al verlo, recuerdo que la vi secarse las manos en el delantal, con lágrimas en los ojos, antes de correr a abrazarlo.



Julio Cesar Recloux



Del libro "Cuentos al oído de Buenos Aires"


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Tangodromo es una escena, un acto simple dentro de la economía de una serie, ¿infinita?, que intuimos componen la vida de Kil Moreno/ Don Juan Rubio. Pero antes, es más bien un símbolo, es decir, un cuchillo que entraña de modo más subjetivo que objetivo una suerte de transmigración y acaso hacia el final unos poemas que heredará julito el narrador.