Textos y Contextos

miércoles, 18 de febrero de 2009

Tangodromo



Es curioso como, a veces, tenemos la secreta sensación de que ciertos hechos, ocurren solo para que alguien los revele algún día, como quien saca a relucir una daga bajo la lluvia en una esquina rosada. De todas las historias que en mi adolescencia le escuche a Kid Moreno, en el Derby sobre el Tangodromo, ninguna me conmovió tanto como aquella que sellaría su suerte como futuro campeón de los plumas:

"Por aquel entonces aun no era Kid Moreno. Mi nombre era Juan Rubio; pero quizás no era naides. Que servia al Oriental en el Tangodromo haría año y pico. Tiempo suficiente pa’ saber que era un rufián y que su rival, el Polaco, se la tenia jurada por haberle birlado a la Maldonado. Ese día, temprano, dos de los suyos vinieron a verme a Burela, pa’ pedirme que fuera a hablar con el juez. Dos cosas me anoticié: Dorita tendría un hijo… y yo no sería el padre:
-Vea Juancito, el Polaco lo aprecia... le han llegado las mentas de que uste’ es bueno con los puños y le entristece que cada noche se desperdicie peleando por unas monedas en el Tangodromo pa’ divertir a esos pitucos. Supone que usted no ignora que tiene gente amiga en el Luna... él podría hablarles de uste’ pa’ que tenga una chance con el “Cocuzza” Bruno, ¿entiende? - me dijo el del bigote ralo con los dedos inquietos recorriendo el ala del sombrero antes de dar media vuelta.
Yo era uno más en el Tangodromo. Como todos, al Oriental, lo admiraba. No menos de tres veces, creo, lo vi sacar el cuchillo. Aquella noche, luego de tres rounds en el ring improvisado antes de la milonga, el azar quiso que fuera testigo de una puñalada. La Dorita no conocía el Tangodromo; esa noche la traje pa’ que me vea boxear. Detrás de la pista, a lo largo de un estrecho pasillo, se iba a las piezas de las mujeres. A Dorita la deje en la mesa deleitándose con la orquesta y el bullicio, tomando una naranjada. Ni el rumor de la cumparsita, ni el de los bailarines sobre el piso lustroso, me impidieron oír los gritos y los golpes cuando pase frente a lo de la Maldonado. La puerta se entreabrió de golpe, ¿una racha de viento?, ¿una mueca de la suerte?; la cosa que mi mirada y la del Oriental se encontraron; impávido, envainó el cuchillo. La Maldonado yacía desparramada en el piso, "no se quede ahí parado pendejo; raje a traer al Gordo", me gritó.
Nunca supe quien le contó al polaco que yo había visto algo. Unas pocas semanas después, vinieron a verme aquellos hombres, y sabría que esa noche el Gordo cargo a la Maldonado en el automóvil del jefe, condujo hasta el puente la noria, y la despacho al riachuelo. Pero esa noche rara no había terminado. Una hora después, fatigado de tanto baile, perplejo, mientras hacia un alto en la huella y apuraba una caña, vi venir al Oriental. Cruzó la pista después de palmear al Gordo que regresó de puente la noria y me pidió a la Dorita pa’l baile, ¿asi que usted es el Juancito?, linda la piba che. Vaya nomás, ella se queda conmigo, me dijo el maula; y agregó seco enseguida: “de eso que pasó hoy... uste’ no vio nada, ¿tamos?”; yo enmudecí. Fue la única noche que me dirigió la palabra. Al tiempo, cuando vinieron los milicos, cerraron el Tangodromo y se lo llevaron preso por homicidio, en la calle, antes de subir al coche, escoltado por dos vigilantes, me busco; escupió el empedrado y no me saco los ojos de encima. Nunca más nos volveríamos a ver.

Después me cambie el nombre, me hice boxeador de verdad, y una noche, luego de noquear al Cocuzza en el Luna y obtener la corona de los plumas, en medio de una farra en un almacén de la calle Rincón, después que alguien brindó por el nuevo campeón, reconocí al Gordo en la voz aguardentosa del que gritó en la penumbra del boliche: "viva Kid Moreno, el que vendió al Oriental... ¿eh?, Juan”, ahí nomás la muchachada abrió cancha; y pronto estuvimos frente a frente, solos, a merced del odio de los cuchillos.
-¿Un campeonato valía tu traición Juan? – me increpó.
-Fueron estos puños los que voltearon al Cocuzza. Yo solo dije la verdad…
-¿Qué verdad Juan? – la diestra del Gordo ensayó un amague.
- Alguien que alza el cuchillo frente a una hembra o se la roba a uno de los suyos, no merece mi silencio–le respondí antes de la primera arremetida. Unas pocas fintas, algún que otro esquive afortunado, acaso un descuido y el Gordo fue a parar de jeta al suelo, antes de espichar balbuceo:

-Te usaron Juan… el Polaco necesitaba sacarnos del negocio y te usó.
-Si el oriental está guardado será que se hizo justicia
-El Oriental está muerto Juan. Una faca lo apuñaló está mañana por la espalda. La Maldonado fue un títere del Polaco; ella sola se quitó la vida; no se con que cuentos te fueron esos, pero te mintieron; Dorita nunca quiso saber nada con el Oriental.
Al oír las revelaciones del Gordo me sentí un chanbon. Antes del amanecer fui a ver a la Dorita; tuve que esperar años pa’ que me perdonara… nunca le había creído. Al final nos casamos; le jure amor eterno. Otros tres hijos más me dió. Supe que la Alma era hermosa y tenía mi facha. Dora me conto que pa’ que no anden diciendo se la dio a la Doña Natalia pa’ que la crie. No supo que yo era el padre sino hasta que se hizo mujer. Un día me llego que se había casado y tuvo un varón. Cuando cumplió cinco añitos, una tarde junte coraje, y me les aparecí. Se quedó dura cuando me vio… ¡Pucha que se han ido los años!, pienso en Dora, en mis hijos, en ese dibujo incierto que han trazado mis pasos sobre la tierra; quien sabe si habrá servido pa’ alguna cosa; la vida es tan misteriosa. La noche que despache al Gordo allá en el almacén, cuando cerré los ojos del cadáver se me vinieron esos dos o tres estiletazos que no me habían querido herir. Vuelta a vuelta me viene ese recuerdo, el de mi único entrevero, y vuelvo a sentir, azorado, como entonces los refilones de la muerte. Solo Dios sabe nuestro destino. Vaya a saber cuantas cosas habrán tenido que pasar pa’ que esa noche brusca, en la penumbra de un almacén de la calle Rincón, mi cuchillo y la carne del Gordo se hayan tenido que encontrar. A veces pienso que es la inconciencia la que nos hace temerarios... Prométame una sola cosa: pase lo que pase en la vida nunca me pierda el asombro. Aun conservo aquel cuchillo ¿sabe?, le prometo que algún día será de uste’, como el de Fierro, le dará el alma de un valiente”

A fines del 78’, una madrugada, sonó el teléfono en mi casa de la calle Angel Gallardo. Una luna oscura, recortada entre nubes, y la brisa meciendo las cortinas en mi cuarto silencioso me lo auguraron: Kid Moreno había muerto. Doña Dora llamó para dar la noticia. La voz ahogada en llanto de mi madre y el discreto ajetreo de sus pasos en el otro cuarto se quedarían conmigo el resto de la noche. Al otro día, bajo un cielo tormentoso, fuimos al entierro. Después, mientras bajábamos las escalinatas del subte en Chacarita Doña Dora me comento que unos días antes del fallecimiento de Kid Moreno, oculto en el armario del cuarto de los cueros de la casa de Altolaguirre, en Villa Urquiza, había encontrado algo que según ella yo debía conservar: “toma Julito, esto es para vos…”, me dijo solemne cuando nos despedimos. El envoltorio contenía un ejemplar del Martín Fierro en una edición prodigiosa, enorme, con tapas de cuero aterciopelado. El libro estaba ahuecado deliberadamente. Una concavidad construida con forma acorazonada guardaba gruesos papeles, que alguna vez fueron blancos, con poemas que Kid Moreno había dedicado a Dorita. Debajo de los poemas, tal como me lo prometió, halle el cuchillo. No pude evitar empuñarlo. Un sentimiento extraño, poderoso, me sobrecogió... supe que todas aquellas historias sobre el Tangodromo que le había escuchado a mi abuelo en el Dervy estaban vivas, latiendo en esa verdad filosa, desnuda, misteriosa, del acero. Lo admire en silencio; amase su empuñadura hecha de asta de ciervo. Se me antojo que aquella tarde benefactora que me devolvió a mi abuelo ocurrió, tan solo, para que se articulara una trama:
Mamá fregaba el patio en Angel Gallardo. El ruido del agua y la escoba a contrapelo de las baldosas, supongo, le impidieron oír que alguien llamaba a la puerta. Cuando abrí no me sorprendió ver a ese hombre, que ya era viejo, quitarse el sombrero para saludarme: “así que usted es el Julito César”, me sonrió. Yo había visto esa sonrisa en una foto. Mama la acuñaba en un cajón de la mesa de luz junto a unos recortes de diario donde un boxeador alzaba sus puños al cielo. La voz de sombra de mi abuelo hizo venir a mi vieja que enmudeció al verlo, recuerdo que la vi secarse las manos en el delantal, con lágrimas en los ojos, antes de correr a abrazarlo.



Julio Cesar Recloux



Del libro "Cuentos al oído de Buenos Aires"


*****

Tangodromo es una escena, un acto simple dentro de la economía de una serie, ¿infinita?, que intuimos componen la vida de Kil Moreno/ Don Juan Rubio. Pero antes, es más bien un símbolo, es decir, un cuchillo que entraña de modo más subjetivo que objetivo una suerte de transmigración y acaso hacia el final unos poemas que heredará julito el narrador.

martes, 22 de abril de 2008

Alquimia literaria




Hay quien afirma que al morir veremos pasar, en unos minutos, la película de nuestra vida: cada gesto, cada palabra pronunciada o silenciada, cada uno de nuestros actos sobre la tierra, se proyectará en el teatro de nuestra psique en una última función donde, igual que en los sueños, seremos a la vez, director, actor y espectador.A veces pienso que así como a otro le basta interrogar un espejo para saber quien es, yo busco mi reflejo en la escritura. Concebir una trama, dar a luz unos personajes, escucharlos atentamente tratando en lo posible de no interferir para saber que les ocurre, de donde vienen, hacia donde van; me ayuda, me revela una actitud que quizá nunca advertí y desnuda poco a poco, en definitiva, la manera particular en la que, conciente o inconcientemente, elijo ver el mundo y lo que me pasa. Creo que así como un padre se revela a través de sus hijos, un escritor lo hace a partir de lo que escribe.

Por otro lado, diría además que en mi caso, escribo para salvarme, porque como Sherezada creo en el poder de la palabra. Escribir para mi es como encender una lámpara en un cuarto en penumbras. Cuando cierro un poema me lleno de entusiasmo y puedo disfrutar más de las pequeñas cosas. Se renueva mi ilusión y experimento unas tremendas ganas de vivir y tener nuevas experiencias que luego, indefectiblemente, acabaran siendo material de nuevas ficciones. Resumiendo, la cuestión se reduce a una suerte de extraña circularidad que consistiría en: vivir para escribir y escribir para vivir.

Cuentan que los magos del mundo antiguo, antes de iniciar cualquiera de sus curiosas operaciones, dibujaban un círculo protector contra las poderosísimas fuerzas que iban a invocar. La escritura para mi es una rara mezcla de magia y alquimia. Un poeta es su propia piedra filosofal, un prestidigitador de las palabras. En su alma, se tensan, se baten, se anudan y desatan las potencias que lo habitan. Su escritura es a un mismo tiempo resultado de su magia y circulo protector. Allí, en el poema, hallamos los lectores el registro minucioso de sus luchas, sus éxitos, sus fracasos y de su comunión con dioses, ángeles y dragones; su descenso al inframundo y su ascenso a las altas esferas. Todo está allí latiendo en esa verdad desnuda y conmovedora de los versos.

Por eso un poema es a la vez, a su modo, todos los demás (como una mujer es todas las mujeres o un hombre todos los hombres) y por eso se me ocurre que el lector que lo busca, lo encontrará tarde o temprano, pero no como algo externo sino como reflejo de su propio poema interior. La poesía, se me antoja, es entonces el misterioso encuentro de ese verso secreto, innominado, silencioso de un lector, y este otro que alguien capturo en una palabra que sana. Lector y escritor, de este modo, no son para mi sino dos caras de una moneda que brilla bajo la lluvia.

No pocas veces me pasa cuando escribo que no encuentro las palabras porque lo que quiero expresar está más allá del lenguaje. Supongo que es esta impotencia lo que me mueve a desafiar el idioma y violentarlo. “Un poema es un milagro”, me dijo una vez un loco en el subte mientras ofrecía los suyos en estación Malabia. No se me escapa que el poema ideal nunca se alcanza ni que el día que lo escriba más me valdría caer fulminado por un rayo porque ya nada quedaría por hacer. Todo lo que escribí, lo que escribo y lo que escribiré, no son sino solo una serie de pobres borradores, ensayos imperfectos, intentos infructuosos pero inflexibles por componer ese esquivo poema ideal que como el horizonte nos plantea aquella paradoja de la cercana lejanía.

Lao Tse declaró hace siglos que en cualquier ejemplar del I Ching mora un ser fabuloso dispuesto a responder todas las preguntas de los hombres con solo arrojar tres monedas al aire. Yo quisiera saber si ese ser inmortal y omnisciente que para mi tiene la forma de un gran dragón es el mismo que subyace bajo la forma de cualquier otro objeto del mundo (por ejemplo en las rugosidades de una hoja que cae de un árbol o en el reflejo de la luna sobre el río o en la boca pintada de una mujer que se mira en le espejo) y también si ese ser incesante no es acaso lo único que existe.

Tal vez un día parta de esta isla que para los cabalistas es Malkuth y regrese a mi patria celeste, pero le daré mis versos. Acaso simule un olvido y los ofrezca aquí en esta mesa de café en la calle Dublín o los oculte en un zaguan en la esquina de Londres y Copenhague (en Parque Chas) o los arroje como una botella al mar, quien sabe. Pero es mi deber, supongo, advertir a quien los recoja (a vos hipotético lector) que cruzar una puerta, doblar una calle, o leer un poema, nunca es un acto banal.