Mis textos
Textos y Contextos
jueves, 25 de febrero de 2010
Tiempo de silencio
Prólogo al libro de Berta Alvarez de Banterla
Recuerdo mi primera entrevista con Berta hace dos o tres años. Me había telefoneado para tomar clases y quedamos en vernos en el bar de una librería en Caballito. Al llegar, me mostró el borrador de su novela y me aclaró su intención de ser fiel a los hechos que le habían tocado vivir. Le comente, a grandes rasgos, en que podría consistir nuestro trabajo y pronto nos pusimos de acuerdo sobre que zonas del texto habría que retocar.
No me sorprendió, después, una vez avanzada nuestra misión, verla algo incomoda al caer en la cuenta de que mi función era hacer de sus vivencias un producto literario, pues estoy acostumbrado a que esto pase sobre todo cuando el alumno viene para escribir un texto autobiográfico. La tarea más difícil para mí en esos casos es convencerlos de que la paradoja de la ficción consiste, justamente, en que se torna imprescindible si queremos ser realistas.
Al cabo de unos meses Berta concluyó sus clases y el libro quedo terminado. No volví a saber de ella. Mucho tiempo después, volvió a llamarme para decirme que estaba dispuesta a publicarlo, lo cual me dio una gran satisfacción.
Hoy al disponerme a escribir este prólogo, vuelve a mi una constelación de recuerdos que están asociados a mañanas que tienen el sabor del café con leche en las que compartimos nuestra pasión por la literatura, ya sea discutiendo sobre la conveniencia o no de un narrador en tercera persona, o comentando algún que otro pasaje de nuestras vidas.
La literatura es un misterio pero es parte de la vida y cualquiera que haya escrito aunque más no sea una página lo sabe. El texto nunca está en los signos lingüísticos sino en las infinitas connotaciones que dispara en quien lo lee.
Tiempo de silencio brinda un valioso testimonio de cómo encontró ella en la fe y el amor de sus seres más cercanos la fuerza interior que le permitió ir más allá de una gran adversidad en un determinado momento de su vida. Así, Berta, devenida en heroína de su novela, se desplaza alternadamente por iglesias y hospitales en una Buenos Aires arrasada por la crisis del 2001. Consulta médicos del cuerpo y médicos del alma para que la ayuden en su búsqueda.
Cadenas de oraciones, misas, diagnósticos adversos y sesiones de radioterapia se suceden, junto a una recapitulación de su vida que le ayudará a descubrir que la suya, como la de cualquier ser humano, está llena de sentido pero también de un profundo e insondable misterio.
Creo que en suma este libro posee un enorme valor no sólo capaz de iluminar a quien le toque pasar por una situación análoga, sino también para transmitir un mensaje que va más allá; y que cuestiona el paradigma vigente en nuestro tiempo, en torno a que la única meta en nuestra vida es ser feliz y obtener, sólo, el máximo placer posible.
Parafraseando a Gurdjieff diría que el libro de Berta nos lleva a pensar que si la vida no es una superación voluntaria de dificultades, las que nos ocurren y las que creamos intencionalmente, entonces es tan sólo un juego de azar.
Julio C. Recloux
RELIGAR
Creo en la luz de tus ojos
Y en la realidad milagrosa de tus manos.
Creo en la sangre, en cada signo, en cada letra
del más sencillo de tus versos.
Creo en la música de tus cuerdas
Y en los cometas centelleantes de tu voz.
Creo en la pureza de tus lágrimas y en las perlas de tu risa;
creo en el rojo de tus labios
Y en la materialidad de tus sueños.
Creo en el aire de tu respiración,
en cada poro de tu piel
Y en el poder de tu inviolable silencio.
Creo en la comunión de nuestras lenguas
y en el fuego de dos bocas abiertas,
creo en la magia lunar de la nocturna Medrano;
en la misteriosa perfección de tus pasos
Y en las gardenias de tu cuello perfumado.
Creo en el amor de los animales enamorados.
Julio C. Recloux
sábado, 20 de febrero de 2010
CONFABULATORES NOCTURNI/ antología de narradores del taller de Julio Recloux
Prólogo del libro
Hay quien afirma que un libro es como una lámpara maravillosa. En su interior mora encerrado un genio. Basta abrir el volumen y leer el texto para que algo mágico ocurra. Hay libros-puertas, libros-espejos, libros-niebla, que pueden mover tu punto de encaje y transportarte a una realidad aparte, al reino de la ficción, de los mundos posibles, donde experimentar la libertad absoluta de ir más allá de vos mismo, pero sin dejar de ser vos mismo. Este libro es uno de esos. Y quiero que sepas que no saldrás indemne de este viaje, una vez que hayas decidido emprenderlo.
Nadie sabe qué clase de poderosísimas y misteriosas fuerzas habrán de ponerse en movimiento, no bien un libro como este, es puesto en circulación y encuentra un lector. El círculo de la comunicación poética se cierra sólo cuando alguien lee el texto. Y nadie ignora la importancia de la lectura para actualizar y aportar sentido a la obra literaria.
Presentarte esta antología de mis alumnos es algo decididamente muy parecido a la felicidad. Aunque, hay algunos que ya han publicado; la mayoría de estos autores es novel. Mientras escribo este prólogo, vienen a mí las veces en que, algo escépticos, me preguntan si será posible publicar algún día. No recuerdo que respuesta fui capaz de darles en aquellas ocasiones, pero quién podrá dudar de que este libro que tenés entre tus manos es la mejor y más real de las respuestas. Como ves, los sueños, pueden hacerse realidad.
Estos escritores que hoy presento en sociedad han tomado clases en alguno de los talleres de formación literaria que vengo coordinando en el bar de la librería Clásica y Moderna, en Buenos Aires desde el 2006 a la fecha. Y me parece que no puedo evitar (llegado a este punto) dar una idea, aunque sea somera, de lo que para mí es un taller de escritura.
Lo pienso ante todo como un espacio lúdico, una zona de exploración artística, que debe permanecer abierta y libre de cualquier interferencia por parte de quien lo coordina. Y me gustaría señalar que para mí, el papel del coordinador, es análogo al de una partera, es decir: se limita a brindar una mínima ayuda, pero son la madre y el niño los que producen el alumbramiento. No se me escapa que ésto implica, desde lo ideológico, una clara toma de posición en torno al encuadre pedagógico del taller con un anclaje en la mayéutica de Sócrates. Y ésto obedece a que creo que los futuros escritores que vienen a formarse son sujetos de un saber, en varios sentidos, pero muy especialmente, en lo que atañe a su proyecto literario.
Un comentario aparte me merece el hecho de que hemos incluido en esta antología capítulos de novela aún en etapa de elaboración y corrección, y quiero decir que aunque hoy en día esto no sea usual es parte de una larga tradición en nuestra literatura. Los lectores memoriosos recordarán que Roberto Arlt publicó de esta manera los dos primeros capítulos de su novela El Juguete Rabioso en la revista Proa.
Por otro lado, antes de terminar, quisiera referirme brevemente a una anécdota que da cuenta del porqué del título que hemos elegido para esta antología. En septiembre del año 93, durante un vuelo a Misiones conocí a Laila Hassan. Un rato antes, habíamos despegado de aeroparque. Tenía en mis manos un ejemplar de Las Mil y Una Noches que me disponía a leer, cuando ella se presentó y empezamos una charla que duraría todo nuestro viaje. Me contó que no sólo su padre sino también su abuelo, a quién ahora iba a visitar, eran Ashojs; y que gracias a ellos, esos relatos maravillosos sobre genios, mercaderes, espadas de luna, pillos y mujeres sensuales, quedarían sellados para siempre en su memoria. Supe que era odalisca, que vivía en Palermo con su familia y que bailaba casi todas las noches en el restaurán que su padre tenía en la calle Thames. Me dijo que su abuelo se llamaba Aruj o Anush, y que había venido en las primeras décadas del siglo XX de Afganistán para radicarse en Misiones.
Los ashojs son una antigua cofradía de poetas que componen, recitan y transmiten leyendas y canciones de la tradición de manera oral y he oído que aún en nuestros días se los puede encontrar por ciertas regiones del Asia Menor. Hay quienes afirman incluso, que la leyenda del héroe de Babilonia, Gilgamesh, hallada inscripta en una serie de tablillas de más de 4000 años de antigüedad a mediados del siglo XX por unos arqueólogos, y que sería en realidad de origen sumerio; y la base del relato del diluvio del Tanaj, y el concepto cristiano del mundo, ha llegado hasta el presente sin alteraciones en su forma, merced al trabajo invalorable de generaciones y generaciones de ashojs.
La joven me contó que su abuelo había presenciado en su infancia en Kabul, más de una vez, torneos de improvisación y cantos donde actuaban ashojs venidos de Persia, Turquía y Transcaucasia, para animar esas veladas a las que concurría muchísima gente; y que a veces podían durar y extenderse a lo largo de varios días. Hablaba de su abuelo y de esos poetas con una enorme admiración, y más de una vez note en sus ojos un brillo inusual al referirse a ellos y sus magníficos relatos.
Luego, el avión aterrizó en Posadas y antes de despedimos, Laila, muy amablemente, me dijo que si estaba de acuerdo podía hablar con su abuelo para que yo pudiera conocerlo, propuesta que por supuesto no dudé en aceptar.
Dos días más tarde, un jueves, fui a conocer al viejo ashoj. De más está decir que para mí aquella noche mágica resultaría inolvidable: una cena a la luz de las velas, el ritmo incansable del derbake, el sutil encanto de la danza árabe... hablamos de Las Mil y Una Noches, del manto de estrellas que sólo puede apreciarse en el cielo de medio oriente y de una misteriosa escuela de sacerdotisas que existió en Bagdad en tiempos ya olvidados. Supe que Alf laila ua laila es el titulo de aquel libro en árabe y que, según una antigua leyenda, la primera odalisca de la historia tuvo por nombre Laila, que significa noche. Conocí de primera mano el arte del ashoj y comprobé que esos narradores son capaces de transportarlo a uno a tiempos y lugares remotos; y conmoverlo hasta la medula de los huesos, hasta hacerlo olvidar por completo de su realidad cotidiana, y que esa es la esencia de su misión en la tierra. Supe, también, que todos los jueves en cualquier parte del mundo donde el azar quiere que se encuentren dos o mas gente de la noche, beben vino color rubí, recitan juntos algún poema de la tradición, comparten unos dátiles y brindan en honor de Mushkyl Gussha, un mítico benefactor de la humanidad. Sentí un gran honor de que me hubieran invitado justamente esa noche. Finalmente, luego de haber tomado mucho vino y escuchado historias en verdad fascinantes, y disfrutar del baile de la espléndida Laila, llegó la hora de la despedida
Cuando traté de expresarle al ashoj y a los demás invitados lo que sentía, y mi agradecimiento por tan hermosa velada, me sugirió con sincera humildad que el agradecido era él, y que no debía nunca en la vida dejarme impresionar por esos títulos altisonantes con los que la gente suele tratar de impresionarlo a uno. Agregó que él sería muy feliz si podía recordarlo no tanto como un ashoj, sino nomás como alguien que contaba historias durante la noche.
Me gusta pensar (y tengo para mi que así será) que esta humilde publicación favorecerá el surgimiento de nuevos y muy poderosos narradores, que contarán historias que perdurarán y nos inspirarán, sin dejar de conmovernos, como en tiempos legendarios lo han hecho las de aquellos inolvidables ashojs.
Julio C. Recloux
domingo, 1 de marzo de 2009
El poder de la literatura
Para Nabokov existen tres tipos de lectores: Está el que se identifica con los deseos y pesares del protagonista de un relato, está el que busca a lo largo de las paginas una enseñanza o una moraleja y está por último el que es capaz de vibrar en sintonía con el autor y seguir, línea por línea, cada una de las dificultades que tuvo que sortear para componer el libro.
A lo largo de mi vida creo que he pasado por diferentes maneras de leer. Me he identificado con Tom Sawyer, he peregrinado por las páginas de Demian y del Lobo Estepario en busca de alguna sentencia salvadora y he disfrutado no pocos poemas de Borges o de Whitman.
Uno de los primeros libros que me revelaron el placer de la lectura fue sin duda Las Aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain. Mis padres se acababan de mudar a una casa en las afueras de Lanus Oeste. Por problemas económicos, debimos vender hasta el televisor. Recuerdo la tarde en que mi mamá me llevo a una librería en una galería del centro, cerca de la estación del ferrocarril. El dueño, un hombre viejo de lentes, sacó con avidez aquellos libros descabalados, que habíamos llevado en una gran caja. Los miro uno por uno, separó, sin decir palabra unos pocos, y los apilo sobre el escritorio. Guardó el resto en la caja y mirando a mi mamá por encima de los gruesos lentes le indicó el valor por el que podíamos llevar otros nuevos. Ella me tomo de la mano y fuimos hasta el fondo del local donde estaban los libros para chicos. Tomó cuatro o cinco volúmenes de los que solo recuerdo el de Twain y uno de Stevenson.
Durante casi un año no hubo televisión en mi casa pero aquellos libros y otros tantos que fui a buscar a lo del viejo librero nos sirvieron a mí y a mis hermanos para despertar nuestra imaginación y jugar a que armábamos una balsa o partíamos en busca de un tesoro.
Luego volvimos a comprar un televisor nuevo y nos mudamos a Mar del Plata. Un día antes de aquel viaje pase por la librería y me despedí del viejo. “Tome muchacho, este se lo regalo”, me dijo y me dio una versión infantil de Las Mil y Una Noches y además unas palabras de lo que para el era una librería, que jamás olvide.
Han pasado los años. No he dejado de leer cuantos libros he podido. En mi humilde biblioteca aun guardo aquellos viejos ejemplares que me canjeo don Antonio. A veces, agarro el de Las Mil y Una Noches y lo froto en secreto como si en el hubiera un genio capaz de conceder deseos. “Una librería es un gabinete mágico donde moran encerrados innumerables espíritus”, me revelo el viejo librero cuando nos despedimos.
Julio Cesar Recloux
El nombre verdadero
Los que refieren el mito cuentan que el hecho ocurrió en una clínica de Ituzaingo, en la provincia de Buenas Aires, cuatro años después del fin de la Era del Pez.
Millones de fieles bajo la lluvia, venidos en procesión de todos los rincones del orbe, encienden velas en un improvisado santuario. Aguardan. Mientras tanto, dentro de la clínica, un mortal interroga de pie un espejo brumoso que poco a poco parece disolverse. Una puerta, que al abrirse enceguece con el resplandor que precede a las experiencias que no son de este mundo, recorta la lenta planicie de vidrio.
La mano del mortal atraviesa el cristal que cede como la niebla. Avanza vacilante entre el vértigo y el asombro; cruza el mágico umbral.
Una luz brilla al final del oscuro túnel. Oye, o cree oír, un clamor a lo lejos. Una voz advierte:
“Debes recobrar tu nombre verdadero. En él hallaran respuesta todas tus preguntas. No renuncies a esta búsqueda porque si lo haces caerá sobre ti no una sino todas las desgracias”
A medida que avanza hacia la luz el clamor se hace más y más nítido. Siente que de ningún modo esto es un sueño, o advierte, tal vez, que los sueños son las hebras con las que Dios trama el universo.
Y sale del túnel. No son miles, son millones de voces que claman atronadoras haciendo retumbar la arena en el coliseo:
Dom... Doma... Domar... DomaraDomaraDomaraDomaraDo...
Venido hasta el centro de la arena bajo ese aliento ensordecedor, infla el pecho, le hace frente a la lluvia de flores, a los gritos, a los aplausos. El coliseo, con sed de sacrificio, contempla a su dios que ahora alza los brazos. La multitud explota.
La voz del espejo vuelve a hablar:
“¡Rompe el encantamiento! ¡Sal del circulo mágico!”
Maradona está encerrado dentro de un aciago círculo de cal. No puede moverse. Siente que se asfixia. El Coliseo ruge. En eso alguien declara:
“¡Finite encantateum!”
Y esas palabras resuenan como dentro de una caverna; y desaparece el coliseo, y el clamor, y los aplausos.
“Somos transitorios...” sentencia su libertador, un pibe con la cara sucia, vestido con la camiseta de los cebollitas que con modesta magia, abre una brecha en el circulo encantado.
Ahora reina el más absoluto silencio. Las luces ceden a la limpia dentellada de las sombras. Una mata empujada por el viento rueda entre los dos en un suburbio de buenos aires. El pibe hace jueguito con una pelota maltrecha, mi sueño es jugar un mundial y salir campeón... repite como si rezara. Como las paginas de un libro inefable, Maradona, ve pasar su vida delante de sus ojos. Como todos los hombres, tal vez, ha olvidado quien es. Con lágrimas en los ojos pregunta casi sin voz, che pibe, ¿quién sos?, sobre un silencio de luciérnagas el pibe deja de hacer jueguito. Lo mira y responde:
-Soy el que era...
Julio César Recloux
Del libro "Cuentos al oído de Buenos Aires"
*****
El nombre verdadero pretende ser un relato de indole fantástica. Maradona, el inefable heroe argentino, atraviesa un espejo que lo jala a un breve pero intenso recorrido que lo llevará a encontrarse con el pibe que fue. ¿Fue o es? El tiempo es algo extraño, como un molusco se expande o se contrae. EL misterio de ser no tiene fin. El protagonista es Maradona, pero su búsqueda nos atañe a todos los hombres.
miércoles, 18 de febrero de 2009
Tangodromo
Es curioso como, a veces, tenemos la secreta sensación de que ciertos hechos, ocurren solo para que alguien los revele algún día, como quien saca a relucir una daga bajo la lluvia en una esquina rosada. De todas las historias que en mi adolescencia le escuche a Kid Moreno, en el Derby sobre el Tangodromo, ninguna me conmovió tanto como aquella que sellaría su suerte como futuro campeón de los plumas:
"Por aquel entonces aun no era Kid Moreno. Mi nombre era Juan Rubio; pero quizás no era naides. Que servia al Oriental en el Tangodromo haría año y pico. Tiempo suficiente pa’ saber que era un rufián y que su rival, el Polaco, se la tenia jurada por haberle birlado a la Maldonado. Ese día, temprano, dos de los suyos vinieron a verme a Burela, pa’ pedirme que fuera a hablar con el juez. Dos cosas me anoticié: Dorita tendría un hijo… y yo no sería el padre:
-Vea Juancito, el Polaco lo aprecia... le han llegado las mentas de que uste’ es bueno con los puños y le entristece que cada noche se desperdicie peleando por unas monedas en el Tangodromo pa’ divertir a esos pitucos. Supone que usted no ignora que tiene gente amiga en el Luna... él podría hablarles de uste’ pa’ que tenga una chance con el “Cocuzza” Bruno, ¿entiende? - me dijo el del bigote ralo con los dedos inquietos recorriendo el ala del sombrero antes de dar media vuelta.
Yo era uno más en el Tangodromo. Como todos, al Oriental, lo admiraba. No menos de tres veces, creo, lo vi sacar el cuchillo. Aquella noche, luego de tres rounds en el ring improvisado antes de la milonga, el azar quiso que fuera testigo de una puñalada. La Dorita no conocía el Tangodromo; esa noche la traje pa’ que me vea boxear. Detrás de la pista, a lo largo de un estrecho pasillo, se iba a las piezas de las mujeres. A Dorita la deje en la mesa deleitándose con la orquesta y el bullicio, tomando una naranjada. Ni el rumor de la cumparsita, ni el de los bailarines sobre el piso lustroso, me impidieron oír los gritos y los golpes cuando pase frente a lo de la Maldonado. La puerta se entreabrió de golpe, ¿una racha de viento?, ¿una mueca de la suerte?; la cosa que mi mirada y la del Oriental se encontraron; impávido, envainó el cuchillo. La Maldonado yacía desparramada en el piso, "no se quede ahí parado pendejo; raje a traer al Gordo", me gritó.
Nunca supe quien le contó al polaco que yo había visto algo. Unas pocas semanas después, vinieron a verme aquellos hombres, y sabría que esa noche el Gordo cargo a la Maldonado en el automóvil del jefe, condujo hasta el puente la noria, y la despacho al riachuelo. Pero esa noche rara no había terminado. Una hora después, fatigado de tanto baile, perplejo, mientras hacia un alto en la huella y apuraba una caña, vi venir al Oriental. Cruzó la pista después de palmear al Gordo que regresó de puente la noria y me pidió a la Dorita pa’l baile, ¿asi que usted es el Juancito?, linda la piba che. Vaya nomás, ella se queda conmigo, me dijo el maula; y agregó seco enseguida: “de eso que pasó hoy... uste’ no vio nada, ¿tamos?”; yo enmudecí. Fue la única noche que me dirigió la palabra. Al tiempo, cuando vinieron los milicos, cerraron el Tangodromo y se lo llevaron preso por homicidio, en la calle, antes de subir al coche, escoltado por dos vigilantes, me busco; escupió el empedrado y no me saco los ojos de encima. Nunca más nos volveríamos a ver.
Después me cambie el nombre, me hice boxeador de verdad, y una noche, luego de noquear al Cocuzza en el Luna y obtener la corona de los plumas, en medio de una farra en un almacén de la calle Rincón, después que alguien brindó por el nuevo campeón, reconocí al Gordo en la voz aguardentosa del que gritó en la penumbra del boliche: "viva Kid Moreno, el que vendió al Oriental... ¿eh?, Juan”, ahí nomás la muchachada abrió cancha; y pronto estuvimos frente a frente, solos, a merced del odio de los cuchillos.
-¿Un campeonato valía tu traición Juan? – me increpó.
-Fueron estos puños los que voltearon al Cocuzza. Yo solo dije la verdad…
-¿Qué verdad Juan? – la diestra del Gordo ensayó un amague.
- Alguien que alza el cuchillo frente a una hembra o se la roba a uno de los suyos, no merece mi silencio–le respondí antes de la primera arremetida. Unas pocas fintas, algún que otro esquive afortunado, acaso un descuido y el Gordo fue a parar de jeta al suelo, antes de espichar balbuceo:
-Te usaron Juan… el Polaco necesitaba sacarnos del negocio y te usó.
-Si el oriental está guardado será que se hizo justicia
-El Oriental está muerto Juan. Una faca lo apuñaló está mañana por la espalda. La Maldonado fue un títere del Polaco; ella sola se quitó la vida; no se con que cuentos te fueron esos, pero te mintieron; Dorita nunca quiso saber nada con el Oriental.
Al oír las revelaciones del Gordo me sentí un chanbon. Antes del amanecer fui a ver a la Dorita; tuve que esperar años pa’ que me perdonara… nunca le había creído. Al final nos casamos; le jure amor eterno. Otros tres hijos más me dió. Supe que la Alma era hermosa y tenía mi facha. Dora me conto que pa’ que no anden diciendo se la dio a la Doña Natalia pa’ que la crie. No supo que yo era el padre sino hasta que se hizo mujer. Un día me llego que se había casado y tuvo un varón. Cuando cumplió cinco añitos, una tarde junte coraje, y me les aparecí. Se quedó dura cuando me vio… ¡Pucha que se han ido los años!, pienso en Dora, en mis hijos, en ese dibujo incierto que han trazado mis pasos sobre la tierra; quien sabe si habrá servido pa’ alguna cosa; la vida es tan misteriosa. La noche que despache al Gordo allá en el almacén, cuando cerré los ojos del cadáver se me vinieron esos dos o tres estiletazos que no me habían querido herir. Vuelta a vuelta me viene ese recuerdo, el de mi único entrevero, y vuelvo a sentir, azorado, como entonces los refilones de la muerte. Solo Dios sabe nuestro destino. Vaya a saber cuantas cosas habrán tenido que pasar pa’ que esa noche brusca, en la penumbra de un almacén de la calle Rincón, mi cuchillo y la carne del Gordo se hayan tenido que encontrar. A veces pienso que es la inconciencia la que nos hace temerarios... Prométame una sola cosa: pase lo que pase en la vida nunca me pierda el asombro. Aun conservo aquel cuchillo ¿sabe?, le prometo que algún día será de uste’, como el de Fierro, le dará el alma de un valiente”
A fines del 78’, una madrugada, sonó el teléfono en mi casa de la calle Angel Gallardo. Una luna oscura, recortada entre nubes, y la brisa meciendo las cortinas en mi cuarto silencioso me lo auguraron: Kid Moreno había muerto. Doña Dora llamó para dar la noticia. La voz ahogada en llanto de mi madre y el discreto ajetreo de sus pasos en el otro cuarto se quedarían conmigo el resto de la noche. Al otro día, bajo un cielo tormentoso, fuimos al entierro. Después, mientras bajábamos las escalinatas del subte en Chacarita Doña Dora me comento que unos días antes del fallecimiento de Kid Moreno, oculto en el armario del cuarto de los cueros de la casa de Altolaguirre, en Villa Urquiza, había encontrado algo que según ella yo debía conservar: “toma Julito, esto es para vos…”, me dijo solemne cuando nos despedimos. El envoltorio contenía un ejemplar del Martín Fierro en una edición prodigiosa, enorme, con tapas de cuero aterciopelado. El libro estaba ahuecado deliberadamente. Una concavidad construida con forma acorazonada guardaba gruesos papeles, que alguna vez fueron blancos, con poemas que Kid Moreno había dedicado a Dorita. Debajo de los poemas, tal como me lo prometió, halle el cuchillo. No pude evitar empuñarlo. Un sentimiento extraño, poderoso, me sobrecogió... supe que todas aquellas historias sobre el Tangodromo que le había escuchado a mi abuelo en el Dervy estaban vivas, latiendo en esa verdad filosa, desnuda, misteriosa, del acero. Lo admire en silencio; amase su empuñadura hecha de asta de ciervo. Se me antojo que aquella tarde benefactora que me devolvió a mi abuelo ocurrió, tan solo, para que se articulara una trama:
Mamá fregaba el patio en Angel Gallardo. El ruido del agua y la escoba a contrapelo de las baldosas, supongo, le impidieron oír que alguien llamaba a la puerta. Cuando abrí no me sorprendió ver a ese hombre, que ya era viejo, quitarse el sombrero para saludarme: “así que usted es el Julito César”, me sonrió. Yo había visto esa sonrisa en una foto. Mama la acuñaba en un cajón de la mesa de luz junto a unos recortes de diario donde un boxeador alzaba sus puños al cielo. La voz de sombra de mi abuelo hizo venir a mi vieja que enmudeció al verlo, recuerdo que la vi secarse las manos en el delantal, con lágrimas en los ojos, antes de correr a abrazarlo.
Julio Cesar Recloux
Del libro "Cuentos al oído de Buenos Aires"
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Tangodromo es una escena, un acto simple dentro de la economía de una serie, ¿infinita?, que intuimos componen la vida de Kil Moreno/ Don Juan Rubio. Pero antes, es más bien un símbolo, es decir, un cuchillo que entraña de modo más subjetivo que objetivo una suerte de transmigración y acaso hacia el final unos poemas que heredará julito el narrador.
martes, 22 de abril de 2008
Alquimia literaria
Hay quien afirma que al morir veremos pasar, en unos minutos, la película de nuestra vida: cada gesto, cada palabra pronunciada o silenciada, cada uno de nuestros actos sobre la tierra, se proyectará en el teatro de nuestra psique en una última función donde, igual que en los sueños, seremos a la vez, director, actor y espectador.A veces pienso que así como a otro le basta interrogar un espejo para saber quien es, yo busco mi reflejo en la escritura. Concebir una trama, dar a luz unos personajes, escucharlos atentamente tratando en lo posible de no interferir para saber que les ocurre, de donde vienen, hacia donde van; me ayuda, me revela una actitud que quizá nunca advertí y desnuda poco a poco, en definitiva, la manera particular en la que, conciente o inconcientemente, elijo ver el mundo y lo que me pasa. Creo que así como un padre se revela a través de sus hijos, un escritor lo hace a partir de lo que escribe.
Por otro lado, diría además que en mi caso, escribo para salvarme, porque como Sherezada creo en el poder de la palabra. Escribir para mi es como encender una lámpara en un cuarto en penumbras. Cuando cierro un poema me lleno de entusiasmo y puedo disfrutar más de las pequeñas cosas. Se renueva mi ilusión y experimento unas tremendas ganas de vivir y tener nuevas experiencias que luego, indefectiblemente, acabaran siendo material de nuevas ficciones. Resumiendo, la cuestión se reduce a una suerte de extraña circularidad que consistiría en: vivir para escribir y escribir para vivir.
Cuentan que los magos del mundo antiguo, antes de iniciar cualquiera de sus curiosas operaciones, dibujaban un círculo protector contra las poderosísimas fuerzas que iban a invocar. La escritura para mi es una rara mezcla de magia y alquimia. Un poeta es su propia piedra filosofal, un prestidigitador de las palabras. En su alma, se tensan, se baten, se anudan y desatan las potencias que lo habitan. Su escritura es a un mismo tiempo resultado de su magia y circulo protector. Allí, en el poema, hallamos los lectores el registro minucioso de sus luchas, sus éxitos, sus fracasos y de su comunión con dioses, ángeles y dragones; su descenso al inframundo y su ascenso a las altas esferas. Todo está allí latiendo en esa verdad desnuda y conmovedora de los versos.
Por eso un poema es a la vez, a su modo, todos los demás (como una mujer es todas las mujeres o un hombre todos los hombres) y por eso se me ocurre que el lector que lo busca, lo encontrará tarde o temprano, pero no como algo externo sino como reflejo de su propio poema interior. La poesía, se me antoja, es entonces el misterioso encuentro de ese verso secreto, innominado, silencioso de un lector, y este otro que alguien capturo en una palabra que sana. Lector y escritor, de este modo, no son para mi sino dos caras de una moneda que brilla bajo la lluvia.
No pocas veces me pasa cuando escribo que no encuentro las palabras porque lo que quiero expresar está más allá del lenguaje. Supongo que es esta impotencia lo que me mueve a desafiar el idioma y violentarlo. “Un poema es un milagro”, me dijo una vez un loco en el subte mientras ofrecía los suyos en estación Malabia. No se me escapa que el poema ideal nunca se alcanza ni que el día que lo escriba más me valdría caer fulminado por un rayo porque ya nada quedaría por hacer. Todo lo que escribí, lo que escribo y lo que escribiré, no son sino solo una serie de pobres borradores, ensayos imperfectos, intentos infructuosos pero inflexibles por componer ese esquivo poema ideal que como el horizonte nos plantea aquella paradoja de la cercana lejanía.
Lao Tse declaró hace siglos que en cualquier ejemplar del I Ching mora un ser fabuloso dispuesto a responder todas las preguntas de los hombres con solo arrojar tres monedas al aire. Yo quisiera saber si ese ser inmortal y omnisciente que para mi tiene la forma de un gran dragón es el mismo que subyace bajo la forma de cualquier otro objeto del mundo (por ejemplo en las rugosidades de una hoja que cae de un árbol o en el reflejo de la luna sobre el río o en la boca pintada de una mujer que se mira en le espejo) y también si ese ser incesante no es acaso lo único que existe.
Tal vez un día parta de esta isla que para los cabalistas es Malkuth y regrese a mi patria celeste, pero le daré mis versos. Acaso simule un olvido y los ofrezca aquí en esta mesa de café en la calle Dublín o los oculte en un zaguan en la esquina de Londres y Copenhague (en Parque Chas) o los arroje como una botella al mar, quien sabe. Pero es mi deber, supongo, advertir a quien los recoja (a vos hipotético lector) que cruzar una puerta, doblar una calle, o leer un poema, nunca es un acto banal.